BLOOMBERG 20 DE OCTUBRE, 2016
Por Adam Minter.
Esta semana, los representantes de Samsung están apostados en algunos de los aeropuertos con más tráfico del mundo, listos para cambiar teléfonos Galaxy Note 7 por algo nuevo y menos combustible. Tras docenas de fuegos, dos retiradas de productos y la cancelación total del móvil, el gobierno de EEUU advirtió el sábado que cualquiera que metiera a sabiendas un Galaxy Note 7 y su batería potencialmente explosiva en un avión podría ser objeto de un proceso penal.Hay motivos de sobra para culpar a Samsung de la debacle.
Se apresuró a lanzar el teléfono al mercado. No sometió las baterías a pruebas independientes, como hacen rutinariamente sus competidores. Tardó en admitir la magnitud del problema. Y no coordinó adecuadamente su respuesta con las autoridades reguladoras.
Pero quizá el principal error de Samsung haya sido uno que comparte con muchos fabricantes de teléfonos: en la carrera por lanzar el dispositivo más fino, han creado un producto que ya no puede ser reparado o remodelado con facilidad. Durante años, esta tendencia ha sido dañina para los consumidores y para el medio ambiente; ahora ha quedado claro que también puede dañar el balance de resultados y la reputación de su fabricante.
El problema más acuciante del Galaxy Note 7 es un defecto de fabricación que hace que sus baterías tiendan a los cortocircuitos y la combustión. No tendría por qué haber sido un fallo fatídico: solo en 2014, uno de los valores de venta de los teléfonos Galaxy Note era que el usuario podía cambiar sus baterías con facilidad. Si la batería del Note 7 hubiera podido ser rápidamente reemplazable, el precio de la actual crisis habría sido mucho más pequeño.
Sin embargo, en 2015, Samsung comenzó a dejar atrás las baterías reemplazables. Quería producir un dispositivo más fino, lo cual hacía más difícil el acceso a sus componentes interiores. Y quería fabricar dispositivos resistentes al agua, lo cual requiere integrar las baterías y convierte las reparaciones caseras en una fantasía, excepto para los técnicos más competentes. (Un experto explicaba recientemente que cambiar la batería de un Note 7 requiere “echar aire caliente a la parte de detrás del teléfono, desmontar el cristal y sacar una capa de componentes antes de llegar a la batería con una palanquita de plástico”).
El nuevo enfoque de Samsung ofrecía otra ventaja. Cambiar baterías se ha convertido en un negocio con amplios márgenes para los fabricantes de teléfonos. Apple cobra US$79 por cambiar una batería de un iPhone 6 sin garantía, aunque los juegos de componentes para cambiarlas, con herramientas incluidas, pueden conseguirse en la red por menos de US$30. Los que ya tienen las herramientas (por ejemplo, la industria de reparaciones independientes, en rápido crecimiento) pueden comprar las baterías en la red por menos de US$10. Samsung había tenido la misma idea: un centro de servicio autorizado cobra US$45 por sacar una batería del teléfono premium S6. Pero muchos propietarios se limitan a comprar un teléfono nuevo antes de tomarse la molestia. Y es precisamente esto lo que los fabricantes buscan: un reemplazo excesivamente caro de la batería es el punto de partida de la venta de un teléfono nuevo.
La retirada del Note 7 es un contundente recordatorio de que, en una crisis, estos teléfonos más complejos de reparar pueden convertirse en un enorme inconveniente. En lugar de cambiar 2,5 millones de baterías, Samsung se prepara ahora para “deshacerse” de 2,5 millones de teléfonos, a un precio que fácilmente superará los mil millones de dólares, por no hablar del daño a su reputación a largo plazo.
Y el precio para el medio ambiente puede ser incluso mayor. Según una estimación, un teléfono nuevo necesita de media 75 kilos de materias primas, que incluyen oro, cobre, tierras raras y petróleo. Incluso en las mejores circunstancias, las recicladoras solo consiguen recuperar un pequeño porcentaje de estos componentes. Samsung no ha revelado qué planea hacer con los teléfonos retirados, pero parece seguro que será un gran despilfarro.
No tiene por qué ser así. Los fabricantes son capaces de diseñar productos para que sean reparados fácilmente, y algunos lo hacen. Cuando Apple diseñó el iPhone 7 para que fuese resistente al agua, no empleó adhesivos, sino que optó por juntas y sellos que facilitaban una reparación. FairPhone, una empresa social holandesa, ha vendido decenas de miles de teléfonos modulares de alta gama que permiten a los consumidores cambiar las baterías con facilidad. LG se ha creado un nicho rentable fabricando teléfonos de alta calidad que hacen lo mismo.
Estas compañías se han dado cuenta de algo que la industria automovilística comprendió hace años: hay un mercado para productos duraderos que se pueden reparar y mejorar, ya sea en el taller o en el centro de reparaciones. Los dispositivos reparables pueden ser la protección contra una retirada del estilo del Note 7. Además, permiten a las compañías obtener beneficios durante la vida útil de sus productos mediante la venta de repuestos, al tiempo que establecen relaciones a largo plazo con sus clientes. Los concesionarios dominaron este arte hace mucho tiempo. Samsung, cuando termine de arreglar el desastre del Note 7, debería intentar hacer lo mismo.
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