Por qué Charles Dickens cruzó el Atlántico para luchar contra la piratería
En enero de 1842, Charles Dickens llegó a las costas de Estados Unidos por primera vez. Fue recibido como una estrella de rock en Boston, Massachusetts, pero el gran novelista iba con una misión: ponerle fin a las baratas y mal hechas copias pirateadas de su trabajo en ese país.
Circulaban con impunidad porque EE.UU. no garantizaba la protección de derechos de autor a quienes no fueran ciudadanos.
En una amarga carta a un amigo, Dickens comparó la situación a ser asaltado y luego ser exhibido por las calles vistiendo un ridículo atuendo.
¿Es tolerable que además de ser robado y estropeado, un autor sea forzado a aparecer en cualquier (...) vestido vulgar?"
Era una metáfora poderosa y melodramática; ¿qué otra cosa esperaríamos de Dickens?
Pero la verdad es que la causa por la que luchaba el escritor —la protección legal de ideas que de otra manera podían ser copiadas y adaptadas libremente— nunca ha sido completamente clara.
En la cuerda floja
Las patentes y los derechos de autor garantizan un monopolio, y los monopolios no son bien vistos.
Los editores británicos de Dickens cobraban tanto como podían por copias de "Casa desolada", y los amantes de literatura que no tenían con qué pagarlas sencillamente no podían leerla.
Sin embargo, esas potencialmente altas ganancias alentaban nuevas ideas.
A Dickens le tomó un largo tiempo escribir esa novela. Si otros editores británicos hubieran podido robársela como los estadounidenses, quizás no se habría molestado en terminarla.
Por ello, la propiedad intelectual es el reflejo de una contrapartida, un acto de equilibrio.
Si es demasiado generoso para los creadores, pasará mucho tiempo antes de que las buenas ideas puedan ser copiadas, adaptadas y diseminadas. Si es demasiado mezquino, quizás nunca veríamos muchas buenas ideas.
Lo mío y lo tuyo
Uno esperaría que la contrapartida sea cuidadosamente calibrada por tecnócratas benevolentes, pero siempre está coloreada de política.
El sistema legal de Reino Unido protegía celosamente los derechos de los autores e inventores británicos en los 1800 porque el reino era, y sigue siendo, una fuerza poderosa en cultura e innovación.
En la época de Dickens, la literatura e innovación estadounidense estaban en su infancia. La economía estadounidense estaba hambrienta de acceso a las mejores ideas que Europa podía ofrecer al precio más bajo posible.
Los diarios de EE.UU. llenaban sus páginas con plagios descarados, junto con sus ataques contra el metiche del señor Dickens.
Ideas propias
Unas pocas décadas más tarde, cuando los autores e inventores estadounidenses hablaban con una voz más poderosa, los legisladores de EE.UU. se fueron enamorando cada vez más de la idea de la propiedad intelectual.
Los diarios que antaño que se oponían a reconocer los derechos de autor, ahora dependían de ellos.
Y hoy en día es de esperar una transición similar en los países en desarrollo: entre menos copian las ideas de otros y desarrollan más las propias, el interés por protegerlas crecerá.
Hemos visto algo de eso en poco tiempo: China no tenía un sistema de propiedad intelectual hasta 1991.
Venecia
La forma moderna de derechos de autor se originó, como tantas otras cosas, en la Venecia del siglo XV.
Las patentes venecianas eran explícitamente diseñadas para alentar la innovación.
Aplicaban reglas consistentes:
- El inventor recibía automáticamente una patente si su invento era útil
- La patente era temporal, pero mientras estaba vigente podía ser vendida, transferida y hasta heredada
- Si no era usada, la patente se perdía
- La patente era invalidada si la invención se basaba demasiado en una idea previa
Esas son ideas muy modernas.
Y pronto crearon problemas muy modernos.
Un motor propio
Durante la Revolución Industrial en Reino Unido, por ejemplo, el gran ingeniero James Watt descubrió una manera mejor de diseñar un motor a vapor.
Pasó meses desarrollando un prototipo pero, luego, puso aún más esfuerzo en conseguir una patente.
Su influyente socio comercial, Matthew Boulton, logró incluso que extendieran la patente haciendo cabildeo en el Parlamento.
Boulton y Watt la usaron para extraer derechos de licencia y aplastar a sus rivales, entre ellos Jonathan Hornblower, que hizo un motor a vapor aún mejor y sin embargo termino arruinado y en la cárcel.
Quizás las maniobras fueron sucias pero, ¿fueron justificadas?
Pues quizás no.
Los economistas Michele Boldrin y David Levine argumentan que lo que verdaderamente desató la industria impulsada por el vapor fue la expiración de la patente, en 1800, cuando los inventores rivales revelaron las ideas que se habían guardado por años.
Y, ¿qué pasó con Boulton y Watt cuando ya no pudieron demandar a esos rivales?
Prosperaron más.
Cuando dejaron de prestarle atención a la litigación encausaron sus energías a producir los mejores motores a vapor del mundo, mantuvieron los precios tan altos como antes y los pedidos se multiplicaron.
Largas y amplias
Lejos de incentivar mejoras en el motor a vapor, la patente los retraso.
No obstante, desde los días de Boulton y Watt, la protección de la propiedad intelectual se ha vuelto más -no menos- expansiva.
Los términos de los derechos de autor cada vez son más largos: en EE.UU. solían ser, originalmente, 14 años, con la posibilidad de una sola renovación.
Ahora duran 70 años después de la muerte del autor, lo que típicamente es más de un siglo.
Las patentes se han vuelto más amplias; son otorgadas a ideas vagas, como la de "un clic" de Amazon una patente estadounidense que protege la no muy radical idea de comprar un producto en internet con sólo hacer clic en un botón.
El sistema de propiedad intelectual de EE.UU. ahora tiene alcance global, gracias a la inclusión de las reglas de derechos de autor en lo que se tiende a describir como "acuerdos comerciales".
Y más y más cosas están cubiertas por los derechos de autor, de plantas a edificios, pasando por software.
Acabar con todo
Las expansiones son difíciles de justificar pero fáciles de explicar: la propiedad intelectual es muy valiosa para sus dueños, lo que justifica el costo de emplear abogados y cabilderos con altos sueldos.
Las versiones modernas de Matthew Boulton y Charles Dickens tienen un gran incentivo para luchar por leyes de propiedad intelectual más draconianas, mientras que hay pocas probabilidades de que los muchos compradores de los equivalentes de los motores a vapor y "Casa desolada" se organicen para montar una oposición.
Los economistas Boldrin y Levine tienen una solución radical al problema: deshacerse del todo de la propiedad intelectual.
Existen, después de todo, otras recompensas por inventar cosas: tener la ventaja de ser el primero de la competencia; establecer una marca sólida o disfrutar de un entendimiento más profundo de lo que hace que un producto funcione.
Tesla es una de las firmas que ha puesto la idea en práctica. En 2014, la compañía de autos eléctricos dio acceso a su archivo de patentes para que la industria entera se expandiera, calculando que la compañía misma se beneficiaría.
No todo de una vez
Sin embargo, a la mayoría de los economistas les parece que deshacerse de la propiedad intelectual del todo es ir demasiado lejos.
Señalan que casos como los de nuevas medicinas, en los que los costos de invención son enormes y los de copia, triviales.
Pero incluso los que defienden los derechos de autor tienden a argumentar que en la actualidad son demasiado amplios, demasiado largos y demasiado difíciles de cuestionar.
Una protección más limitada restauraría el equilibrio, sin quitar el incentivo de crear nuevas ideas.
¿Y Dickens?
El mismo Charles Dickens eventualmente descubrió el aspecto ventajoso de una protección intelectual débil.
Un cuarto de siglo después de su visita inicial a EE.UU., Dickens retornó.
Su familia lo estaba llevando a la ruina y necesitaba ganar dinero.
Calculó que tanta gente había leído las copias piratas de sus historias que podía aprovechar su fama con una gira de conferencias.
Tenía toda la razón: gracias a la piratería, Dickens hizo una fortuna como orador público, muchos millones en dinero actual.
A veces, la propiedad intelectual vale más cuando se regala.
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