Una finca de animales
1.
Es innegable: este hombre ama a los animales. Devis Leonel Rivera Maradiaga confesó recientemente haber asesinado a 78 personas y utilizar dinero proveniente del narcotráfico para construir un zoológico en el oeste de Honduras. Lo dijo en una corte de Nueva York. No como imputado sino como testigo contra el acusado, Fabio Lobo, también confeso narcotraficante e hijo del expresidente hondureño Porfirio Lobo Sosa. Pero hay que ser claros: el testigo, Rivera Maradiaga, era el capo; el acusado, el novato.
El zoológico de Rivera Maradiaga sigue abierto al público —los menores de tres años entran gratis—. Es una excentricidad levantada en un valle verde. Una finca de 20 hectáreas rodeada por colinas en medio de la nada, o, para ser más precisos, una hora al sur de San Pedro Sula, una de las ciudades más violentas del mundo.
El zoológico hospeda 538 especímenes que demandan cuidado y comida. El zoológico que construyó Rivera Maradiaga es tan grande que casi 70 familias de la zona viven de cultivar alimentos para las bestias.
Hay más de 50 grandes gatos: decenas de leones y tigres —entre ellos cinco tigres blancos o albinos—; pumas; jaguares; ocelotes… y unos cuantos gatitos mansos que se pasean libres por el parque. Hay también cuatro hipopótamos distribuidos en tres espacios cercados unidos por un canal que alimenta las piletas de agua donde pasan buena parte del día. El encierro incluye además a un puñado de dromedarios y camellos; varias alpacas; avestruces; tapires amazónicos; primates; bisontes; ñus; emús.
En un estanque artificial nadan cuatro cocodrilos de la especie acutus, conocidos como cocodrilos americanos, nativos de América Central, que parecen acechar todo el tiempo una pequeña isla sin playa. En ese montículo viven como náufragos, colgados de un árbol, cinco paranoicos monos araña que saben que en el agua esperan sus asesinos. Ven sus ojos acechantes asomados en la superficie.
En el aviario vuelan, sin desplegar sus alas completamente, guacamayas azules y rojas; cacatúas; tucanes. Los más afortunados faisanes y gallinas de guinea y de Japón se pasean libres entre los visitantes: aquí es una ventaja no poder alzar vuelo.
*
No hay carreteras para llegar a Joya Grande: hay calles de tierra. Ocho kilómetros de caminos rurales permiten a los visitantes llegar al zoológico desde Santa Cruz de Yojoa. “Ir viendo los rótulos”, recomienda la página web.
Devis Leonel Rivera Maradiaga lideraba junto a su hermano Javier el cartel conocido como Los Cachiros. El capo construyó este zoo porque le gustaban los animales y porque supo que los narcos tienen gustos extravagantes. Pero, sobre todo, lo hizo porque podía. Registrar su colección de animales como un zoo permitió a Rivera Maradiaga comprar e importar legalmente nuevas especies. No es que alguien en Honduras fuese a darle problemas; era para facilitar los trámites en los países de origen. Con todas las de la ley. Por eso, desde que lo construyó, el narco abrió su capricho al público.
El zoo tiene límites naturales, pero igual están controlados. En el pasado, una pequeña torre de observación levantada en una de las laderas permitía a los hombres de Rivera Maradiaga divisar a cualquiera que ingresase al área. Hoy esa torre sirve de área de recepción para los turistas. En estos días, un pequeño ejército de seguridad privada recorre día y noche la periferia a pie y en pequeños vehículos. Además del parque, cuidan los pastizales en los que se alimentan vacas y caballos, algunos de los cuales servirán a su vez de alimento a los felinos.
El zoológico cuenta con siete cabañas y cuatro casas rodantes de alquiler. Hay dos piscinas, un sistema de tirolesas, restaurantes y cafés, una pista de go karts, un trenecito, paintball y una laguna artificial que los visitantes pueden recorrer alquilando un bote a pedales o a remos. Del centro de la laguna emerge un islote con una gigantesca escultura de un caballo blanco relinchando alzado sobre sus patas traseras. Una figura extraña en un zoológico lleno de felinos. Pero los caballos son otra de las obsesiones del Señor de Joya Grande. Otras dos esculturas de caballos, uno colorado y otro tordo, se levantan en el acceso, dando la bienvenida a los visitantes.
Esta finca de animales exóticos es tanto una imitación de las excentricidades del narco colombiano Pablo Escobar como un homenaje: Los Cachiros llegaron al extremo de escoger, como marca, los mismos colores y una tipografía similar a la empleada por Escobar para su Hacienda Nápoles. Hasta colocaron la silueta de un árbol como figura central del logotipo de Joya Grande.
Los hermanos Rivera Maradiaga también adoptaron algunas costumbres del norte de México y comisionaron un corrido en su honor, que pronto se convirtió en una de las canciones más sonadas de Honduras: “El corrido de Los Cachiros”. La base musical es idéntica al clásico “Caminos de Guanajuato” de José Alfredo Jiménez revivido por Los Tigres del Norte. Es aquel clásico que comienza diciendo “No vale nada la vida, la vida no vale nada”.
Rivera Maradiaga vivía a más de 300 kilómetros de aquí, en Tocoa, Colón, pero de cuando en cuando dormía en su propia cabaña del zoológico personal. Solía llegar en helicóptero. Por las mañanas desayunaba en el balcón y, antes de recorrer la propiedad para ver a sus gatos, acariciaba a Big Boy, la única jirafa que vive en Honduras.
Big Boy era la consentida del hombre que acaba de confesar en Nueva York varios de sus crímenes. Vino de Guatemala hace cinco años, donada por un circo. Tiene nueve años de edad y se alimenta de hojas de nance y pasto verde. Los empleados complementan su dieta con siete libras diarias de concentrado de verduras y veinte más de zanahoria, cebollas y lechuga. Big Boy es mansa y se deja acariciar. Aquí todos hablan de Big Boy pero nadie pronuncia el nombre del capo. Se le conoce simplemente como El Señor.
La noche que llegamos a Joya Grande pedimos una cabaña. El gerente nos ofreció una sencilla construcción de madera con dos cuartos, porche y balcón. “Era la Cabaña del Señor”, nos dijo, acentuando el Señor, como si hablara del Che o de Rubén Darío. “Allí se quedaba él cuando venía”.
No había luna esa noche de abril; el cielo estaba nublado. El aire caliente y húmedo. Rugidos de grandes felinos se imponían sobre una sinfonía de onomatopeyas de quién sabe cuántas especies de gargantas excitadas. Aquí la noche es dominio de las bestias. A pocos metros dormía de pie una familia de cebras apenas visible desde el balcón en plena oscuridad: padre, madre e hijo, burros rayados, inmóviles e inmunes a la juerga del resto de animales. La mañana, en cambio, llegó calma, con rugidos esporádicos, perezosos. Frente al balcón de la cabaña estiró su largo cuello Big Boy.
Dormir en una cabaña con dos camas matrimoniales cuesta 200 dólares la noche. Por la mitad del precio se puede dormir en una de las casas rodantes distribuidas cerca de las cabañas, cada una con una cama doble y un pequeño taburete ofrecido como cama individual. Son precios altísimos para este país de pobres.
El hospedaje, de cualquier manera, no justifica el precio. Las cabañas están sucias, como si nadie las hubiese limpiado a conciencia desde que se fue el Señor. Como si los mismos muebles baratos de plástico blanco que sirven de mesas de noche, percudidos por quemadas de cigarrillos y toda clase de líquidos, siguieran allí desde siempre, coleccionando nuevas manchas. Con olores y texturas acumulándose en las colchas estampadas con una pobre imitación de la piel de una jirafa o de un leopardo; con las horriblemente estilizadas siluetas de plástico que asemejan jirafas o elefantes y que alguien decidió que ambientarían perfectamente este monumento al hortera. Narcostyle barato, nivel Walmart.
Sucede que quien paga por dormir aquí no necesariamente lo hace por su amor a los animales o por la experiencia de descansar rodeado de rugidos. El incentivo puede ser otro. Una noche llegaron dos parejas desde San Pedro Sula. Salieron de su cabaña poco después en trajes de baño, con vasos y una botella de whisky. Caminaron 10 metros hasta un jacuzzi a la intemperie. Una hora y pocos tragos después, los cuatro regresaron a la cabaña que habían alquilado. Los gatos rugían desde algún lugar del valle. Toda una fantasía: Cachiros por una noche con el reino animal a sus pies. Nar-co-land wannabe. Joya Grande.
2.
Quien pregunta es Emil J. Bove III, fiscal de Nueva York. Quien responde es Devis Leonel Rivera Maradiaga.
—¿De dónde es usted?
—Honduras.
—¿Dónde en Honduras?
—Tocoa, Colón.
—¿Dónde vive usted ahora?
—Prisión.
—¿Cómo terminó en prisión?
—Me entregué a la DEA.
—¿Se declaró culpable de crímenes federales?
—Sí.
—¿Cuáles son algunos de los crímenes por los que usted se declaró culpable?
—Asesinato, lavado de dinero, encabezar un grupo de traficantes de drogas, armas.
—En conexión con su admisión de culpabilidad, ¿cuántos asesinatos admitió haber cometido?
—78.
—¿También admitió algunos intentos de asesinato?
—Sí.
—¿Cuántos?
—15.
Entre 2003 y 2013, Los Cachiros fueron los reyes del crimen organizado en Honduras. Se convirtieron en el principal enlace entre los narcos del sur —venezolanos y colombianos— y los muy poderosos mexicanos, en especial el Cartel de Sinaloa de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Compraron políticos, militares y policías y se asociaron con grandes empresarios. Incluso sobrevivieron al golpe de Estado de 2009 contra el presidente Manuel Zelaya y al posterior aislamiento de la comunidad internacional. Si el comercio global cerró las puertas a Honduras, el tráfico de drogas creció. También el número de hondureños interesados en lucrar con el narco.
Los Cachiros nunca aparecieron en las listas de Forbes, pero se estima que, en su apogeo, el patrimonio del cartel ascendía a mil millones de dólares. Con ese volumen, habrían ocupado el séptimo lugar en la lista de la revista de los grupos empresariales más ricos de Centroamérica. Entre los negocios legales que las autoridades hondureñas les incautaron a su caída en el año 2013 se encontraban una empresa de cultivo de palma africana en la zona del Aguán, constructoras que lavaron millones de dólares en contratos con el Estado, una minera, varias inmobiliarias y el zoológico de Joya Grande.
Los Cachiros ascendieron de forma veloz. La historia criminal de los hermanos comenzó a cimentarse cuando, de niños, ayudaban a su padre en la siembra rural de marihuana y el robo de ganado. El cartel lleva en el nombre una herencia familiar: en el departamento de Olancho, de donde son originarios los Rivera, llaman “cachiros” a los hombres bautizados como Isidro. Desde hace más generaciones que las que nadie recuerda, la familia Rivera ha sido devota de San Isidro Labrador. Devis Leonel y Javier Rivera Maradiaga son hijos de Isidro Rivera —Don Cachiro— y nietos y bisnietos de otros Isidros Rivera. Los Rivera Maradiaga tenían un hermano menor, Isidro, el Cachirito, muerto en el año 2003 en una pelea de cantina entre narcos por el sudor de una mujer. La muerte del Cachirito fue muy importante en la historia de la organización porque el asesino fue Jorge Aníbal “Coque” Echeverría, el jefe del Cártel del Atlántico, para el que trabajaban entonces Los Cachiros.
Sedientos de venganza y poder, los hermanos sobrevivientes dieron cacería a Coque. Después de atentar contra su vida y dejarlo malherido dos veces, por fin lo mataron en 2004. La leyenda cuenta que, aún convaleciente y deportado desde Panamá, el Coque fue internado en el hospital de una prisión de máxima seguridad en San Pedro Sula. En la camilla contigua yacía un hombre enyesado de pies a cabeza que esa misma noche se levantó, rompió el yeso, sacó un arma y lo mató. El sicario salió de la prisión caminando.
Muerto el capo, vivan los capos. Los Cachiros desataron una guerra intestina hasta que se deshicieron de los hombres leales a Coque y se convirtieron en la cabeza indiscutible del Cartel del Atlántico, que a partir de entonces fue rebautizado con el mote de la familia. Tras ello, compraron al sistema político, controlaron el tráfico de cocaína desde Venezuela y Colombia hasta México y se expandieron asociados a otros narcotraficantes de la región. A quien se atravesaba le caía el plomo.
Su suerte terminó a mediados de 2013, cuando el presidente estadounidense Barack Obama los mencionó públicamente como la organización criminal más peligrosa de Centroamérica. Entonces comenzaron a brincar de un lado a otro para evitar que sus poderosos socios los mataran antes de que ellos los delatasen. Una vez que el gobierno hondureño decomisó sus propiedades, los hermanos negociaron entregarse a la DEA para sobrevivir.
Los Cachiros aseguraron a las autoridades estadounidenses que mantenían bajo sueldo a ministros, generales, comisionados policiales y diputados, y que tenían como socios o pagaban sobornos a familiares de presidentes hondureños. Entre ellos, Fabio Lobo, el hijo del expresidente Porfirio Lobo; el propio expresidente Lobo, y el hermano del actual presidente, Juan Orlando Hernández. También al actual ministro de seguridad, Julián Pacheco.
Cuando se conoció que los Cachiros se habían entregado a la DEA, las familias más poderosas de Honduras se pusieron a temblar. Ya antes la ansiedad había llegado a Joya Grande: con la caída del Señor, 70 empleados y medio millar de animales quedaban desamparados.
3.
Menuda y atlética, la veterinaria María Díaz se pasea por el zoológico en shorts, una gorra y zapatos para correr maratones y una camisa de safari con el logotipo de Joya Grande. Tanto sol ha sacado lustre a su piel cobriza. Díaz ha sido jefa de veterinarios de Joya Grande desde que el zoológico abrió sus puertas, pero se convirtió en su máxima autoridad desde la mañana el 19 de septiembre de 2013 cuando fiscales hondureños, escoltados por soldados, le notificaron oficialmente que la propiedad había sido incautada, pero que ella quedaba a cargo hasta nuevo aviso. Ahora es la concesionaria.
Díaz es una mujer atractiva, con una sonrisa discreta y una voz aguda pero agradable, levemente áspera, carrasposa, sexy, que no parece tener posibilidades de convertirse en gritos. Camina por el zoológico a un paso veloz que debe ser alcanzado por los cuidadores de animales, vigilantes y administradores que requieren de su guía. Para todos tiene respuestas parcas, eficientes. Tras la ausencia del Señor, no cabe ninguna duda de quién manda aquí.
Cuando la conocí, la veterinaria abrió un pequeño portón y entramos a un patio inaccesible para los visitantes del zoo, junto al cual se sostiene, semiderruida, la que debió haber sido una de las viejas casas de la finca. Hoy sirve como bodega de cuanto la doctora encuentra durante sus caminatas por el parque: alambres, tubos, tornillos… “Todo sirve más adelante para arreglar una jaula o reforzar una malla”. Díaz se acercó a un predio techado a un costado del patio y acarició a un viejo dromedario en cuarentena. El animal, que vivió toda su vida en un circo, había llegado a Joya Grande pocos días atrás y tenía una enorme herida infectada en la rodilla. Morada, como el tejido muerto. Con pus blanca. “Que no se siente”, ordenó Díaz a un ayudante, un campesino de la zona que encontró trabajo como cuidador.
La veterinaria pidió que apliquen un antibiótico en la herida, un líquido azul en aerosol que espanta a las moscas que anidan en la infectada rodilla del animal. El camello tenía el hocico seco y reaccionó babeando y berreando al contacto con la medicina. Comparado con los otros dromedarios del zoológico, musculosos y sanos, el nuevo inquilino lucía enfermo y maltratado. Tenía ya 25 años, poco más del promedio de vida de un dromedario en cautiverio. La doctora Díaz intenta apenas que el animal pase sus últimos días en mejores condiciones. Es un acto de amor sin futuro, sin beneficio para el zoológico. ¿Por qué lo aceptó? “Porque el circo ya no podía mantenerlo. Ya está muy viejo. Me los vienen a dejar a mí porque nunca puedo decir que no”.
Junto a la veterinaria está su hija, una adolescente de 15 años que tiene claro que seguirá los pasos de su mamá. Ha crecido en Joya Grande enamorada de los animales. La niña toma al dromedario por la cabeza, lo acaricia, logra calmarlo. Ella sonríe; le sonríe. El zoo es su lugar favorito. Pasa aquí los fines de semana y sus vacaciones. Si de veterinarios que amen a los animales se trata, Joya Grande tiene garantizada una larga vida. “Mi problema con ella”, dice Díaz y señala a su hija, “es que quiere entrar a la jaula de uno de los jaguares y no la dejo. Cuando era cachorro vivía con nosotros en la casa, dormía con ella y ella le daba el biberón. Pero el jaguar ya está grande y no quiero que le vaya a hacer daño”. Madre e hija parecen la versión centroamericana de la doctora Marsh Tracy y su hija Paula, los personajes de la serie de televisión Daktari que curaban animales en África. Pero la doctora Díaz, y su hija, lo hacen en Honduras, donde las bestias salvajes son los primates superiores.
María Díaz nació y creció en Guatemala, pero se casó con un veterinario hondureño al que conoció en la universidad. La pareja se mudó a la pequeña ciudad de Villanueva, pocos kilómetros al sur de San Pedro Sula. Díaz montó allí una clínica veterinaria donde atendía a las mascotas de los vecinos. ¿Cómo una veterinaria de perros y gatos se convirtió en experta en grandes felinos? “Un día vino un señor a preguntarme si podía verle a unos gatos que tenía, que parecían enfermos, y le dije que sí: eran cuatro leones”. No quiere decir quién era ese vecino de Villanueva ni cómo se hizo de cuatro leones, pero con ellos comenzó su especialización forzada en animales exóticos. Aquel hombre misterioso, dice Díaz, la puso en contacto con los propietarios del zoológico. “Le preguntaron si conocía a alguien que les pudiera ver sus animales y me recomendó a mí, así llegué yo aquí”.
Para entonces, Rivera Maradiaga ya había conseguido los permisos para su finca de bestias. Al principio era una colección pequeña de animales, pero, con el arribo de Díaz, buscaron alianzas con otros zoológicos de la región. La veterinaria viajaba a Guatemala y México por donaciones de animales. Hablaba con circos que ya no podían mantener a sus fieras. El público pagaba una entrada para recorrer el encierro, pero pronto Rivera Maradiaga resolvió ampliar la oferta recibiendo huéspedes en las cabañas y habilitando los remolques —que hoy llaman “Casas rodantes de lujo”— para visitantes de cualquier lugar del país. Querían el mejor zoo de Honduras, y lo construyeron. En Santa Cruz, el casco urbano más cercano, Rivera Maradiaga construyó un hotel con precios más baratos. El hotel también fue allanado e incautado y hoy, bajo la administración de la doctora Díaz, ofrece tarifas de hospedaje que incluyen el acceso a Joya Grande-. “Siempre se vio esto como un negocio”, dice Díaz.
El zoológico abrió sus puertas sin diseño y fue ampliado del mismo modo. Nunca hubo un plan para la colección ni arquitectura planeada para alojar a los animales. “Al principio había mucho dinero para la operación”, dice Díaz. Dinero del narcotráfico, confesó el cachiro. Los Rivera Maradiaga enviaron albañiles a Ciudad de Guatemala para que copiaran los recintos del Zoológico La Aurora y los reprodujeran en ese palmo con caminos de terracería en medio de Honduras. ¿Por qué si había dinero no contrataron un experto en jaulas para zoos? “Porque ellos así trabajan”, dice Díaz. “Ya tenían sus albañiles de confianza, y querían que ellos se encargaran”.
La ausencia de expertos es evidente. Algunas jaulas son demasiado pequeñas mientras otras permiten a los animales moverse con comodidad. Casi todos los encierros de los felinos son mínimos, con piso de cemento y cercados por varas de hierro recubiertas con una malla doble. Las varas son llamativas. Como esos constructores que no saben de ingeniería y convierten su edificio en una colección interminable de columnas por miedo a un desmoronamiento, el exceso de varas en las jaulas impide que asome siquiera la garra de un gato.
En una de esas cajas de zapatos hay un león castrado, enorme, precioso, que ha perdido la melena y apenas puede moverse. A ambos lados de su hábitat urbano hay jaulas similares para otros felinos.
En una de las construcciones más grandes, tres tigres de Bengala juegan sobre una amplia terraza bajo la cual hay una gran pila de agua. Lucen músculos fuertes a pesar del sedentarismo del cautiverio. Un tigre se abalanza sobre otro que retrocede en retirada y cae a la pileta, en el agua ruge y abate las garras delanteras. El tigre atacante se lanza también al agua. El juego termina cuando dos cuidadores se acercan con pedazos enormes de un caballo destazado. Entonces las bestias salen de la pileta relamiéndose, listas para desgarrar los trozos hasta dejar el hueso limpio. Cada uno de estos felinos consume entre 15 y 20 libras diarias de carne del animal que le pongan enfrente. Desde que el zoológico abrió sus puertas, asegura Díaz, no ha habido accidentes graves. Ningún cuidador ni visitante han sido devorados. Nunca. Pocos zoológicos en el mundo pueden presumir de un récord de seguridad perfecto como la finca de animales de Los Cachiros.
4.
El cuerpo desmembrado del periodista televisivo Aníbal Barrow fue encontrado en julio de 2013 en una zona pantanosa de Villanueva llamada El Siboney, habitada por cocodrilos americanos. Unos días antes y bajo órdenes de Los Cachiros, una banda de sicarios interceptó a Barrow en San Pedro Sula. Lo asesinaron de dos balazos, rociaron su cuerpo con gasolina e intentaron quemarlo. Como no pudieron, desmembraron a Barrow y lanzaron los pedazos a una pequeña laguna junto a los pantanos para que los devorasen los cocodrilos. Aparentemente la gasolina desalentó a las alimañas y la policía, siguiendo las indicaciones de uno de los asesinos a quien capturó casi de inmediato, encontró la bolsa putrefacta dos semanas después. El detenido contó que la banda conservó uno de los brazos del periodista para mostrarlo a sus jefes. Barrow fue uno de los 78 asesinados de los que que Devis Leonel Rivera confesó ser responsable.
Hubo otro periodista víctima de Los Cachiros: Nahúm Palacios, director de la Televisora del Aguán, quien solía cubrir los conflictos de tierras entre campesinos y el terrateniente Miguel Facussé. Palacios cayó en una emboscada en 2010, muerto por disparos de AK-47 en Tocoa, la ciudad originaria de Los Cachiros. Devis Leonel Rivera Maradiaga también confesó haber ordenado su muerte.
Los hermanos asesinaron también al fiscal antidrogas de Honduras, Julián Aristides Palacios. Según el testimonio de Rivera Maradiaga en Nueva York, el crimen fue un acuerdo entre narcos.
—En 2009, ¿discutió con otros narcotraficantes en Honduras sobre el general (Julián) Aristides?
—Sí.
—¿Quiénes eran esos narcotraficantes con los que habló sobre el general Aristides?
—Fredy Nájera, Neftalí Duarte Mejía, Moncho Matta, Luis Valle, Arnulfo Valle…
(Pause.
Luis y Arnulfo Valle eran los jefes del Cartel de los Valle, que controlaba el tráfico de drogas hacia Guatemala. Fueron capturados y extraditados a Estados Unidos en octubre de 2014 como parte de la ofensiva antinarcótica lanzada por Washington.
Moncho Matta es Juan Ramón Matta, hijo del narcotraficante Ramón Matta Ballesteros, el más grande narcotraficante en la historia de Honduras y, probablemente, de Centroamérica. El padre era socio del colombiano Pablo Escobar y su fortuna estaba valorada, en los años ochenta, en más de 2,000 millones de dólares. Eran los días en los que la CIA y el ejército de Estados Unidos triangulaban operaciones secretas con Irán para financiar las actividades de la Contra nicaragüense. Matta fundó su propia aerolínea, llamada SETCOM, que nunca tuvo vuelos públicos. Hacía los viajes que le pedían la CIA y el Departamento de Estado. Y también los que requería su negocio. El mayor narcotraficante de Centroamérica era un contratista de Estados Unidos. Tenía además plantaciones de café, de tabaco y fincas ganaderas en las que empleaba a unas 5,000 personas. Confiado en su inmunidad, ayudó al gran capo mexicano, Rafael Caro Quintero, a orquestar el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar. Por ese crimen guarda prisión en Estados Unidos desde 1988. En 2014, la Oficina de Adquisiciones y Bienes Incautados de Honduras embargó 17 propiedades a Ramón Matta hijo.
Play.)
—Mencionó a alguien llamado Fredy Nájera. ¿Ocupa alguna posición política en Honduras?
—Sí.
—¿Qué posición?
—Diputado.
—Después de las conversaciones con los hombres que acaba de describir, ¿qué fue decidido?
—La decisión fue matarlo.
—¿Pagaron usted y otros traficantes por matar al general Aristides?
—Sí, señor.
—¿Sabe usted cuánto se pagó?
—Aproximadamente entre 200 y 300,000.
—¿Quiénes perpetraron el asesinato?
—Un grupo de oficiales de la policía.
—¿Miembros de la Policía Nacional de Honduras?
—Sí, señor.
Después del asesinato del general Aristides Palacios, Devis Leonel Rivera Maradiaga y su hermano Javier se reunieron en Tegucigalpa con el entonces candidato presidencial Porfirio Lobo Sosa, conocido como “Pepe Lobo”, cuya campaña había recibido ya generosas contribuciones de Los Chachiros. Esta vez, según el testimonio del narco, los hermanos pidieron a Lobo que garantizase que, si ganaba, no habría extradiciones a Estados Unidos. Después, asegura Rivera Maradiaga, su banda le donó un cuarto de millón de dólares más. Lobo admite haberse reunido con Los Cachiros, pero no haber recibido dinero ni prometido nada.
Porfirio Lobo ganó la presidencia de Honduras a finales de 2009 y gobernó hasta inicios de 2014. Durante esos años, Los Cachiros multiplicaron sus operaciones de narcotráfico y extendieron también el alcance de sus gatilleros. Según la confesión, en 2012 intentaron asesinar al diputado Fredy Nájera, el mismo a quien Devis Leonel Rivera Maradiaga señaló en Nueva York como su cómplice y su contacto con el presidente Lobo. El congresista salió indemne del ataque pero en el atentado murieron cinco guardaespaldas, todos ellos en la cuenta de los 78 asesinados por Los Cachiros.
Una de las últimas víctimas de los hermanos Rivera Maradiaga fue Sonia Marlen Ramos Montes. La persiguieron por varias fronteras hasta que le dieron caza en noviembre de 2013 en Rivière-des-Prairies, un barrio de Montreal adonde vivía como refugiada después de abandonar perseguida su pueblo natal, llamado Francia, una pequeña localidad al norte de Honduras. Era la última sobreviviente de su familia. El periódico La Tribuna explicó así los motivos del crimen:
“La poderosa mano de la banda de Los Cachiros llegó hasta Canadá, donde la víctima se había refugiado, huyendo de la feroz persecución que le montó la banda criminal. Ramos Montes era la última que quedaba del clan de los Montes, todos sus familiares, padres, hermanos, hijos y sobrinos fueron aniquilados, presumiblemente por la organización criminal de los Rivera Maradiaga, todopoderosos en Colón. Su asesinato se ligó en primera instancia al de una venganza, una vendetta que no tuvo su origen en Montreal o Canadá, sino en Honduras, que ocasionó la muerte de unas 15 personas, todos miembros de una misma familia y que podría tener como origen un conflicto agrario (…)”.
5.
Hace tres décadas, Jaime Rosenthal Oliva invirtió más de 5 millones de dólares para albergar a casi 10,000 cocodrilos en una granja cerca de los pantanos de El Siboney donde encontraron los restos del periodista Aníbal Barrow.
Considerado el hombre más rico del país y dueño de una de las 10 fortunas más grandes de Centroamérica, el octogenario se consolidó a través de sus servicios financieros, cimentados alrededor del Banco Continental, en el que Los Cachiros lavaban su dinero.
El banco fue fundado durante el llamado boom hondureño de los años setenta y desde entonces fue el centro del emporio de la familia Rosenthal alrededor del cual orbitaban aseguradoras, una cementera, ingenios azucareros, un club de fútbol, el periódico El Tiempo y un servicio de televisión por cable, además de la mayor empacadora de carne del país y varias empresas agroindustriales.
En los años ochenta, Rosenthal se metió también a las grandes ligas de la política con los colores del Partido Liberal. Ocupó la vicepresidencia de Honduras en 1986, cuando Centroamérica vivía revoluciones y contrarrevoluciones y Honduras era anfitrión de bases militares estadounidenses y de sus socios, los comandos antisandinistas conocidos como la Contra. Entre tanta turbulencia política y militar, el vicepresidente Rosenthal abrió la granja de cocodrilos.
Contrató a un famoso cazacocodrilos israelí, llamado Orfan Kobi, curtido en los ríos africanos, quien se mudó a San Pedro Sula y pasó dos años cazando cocodrilos americanos hasta las fronteras con Guatemala y Nicaragua. Los metía en avionetas y los transportaba hasta la granja. Un buen día en 1989, según él mismo contó al periódico israelí Haaretz, aterrizó cerca de un campamento de contras nicaragüenses que exigieron ver la carga. Sorprendidos al ver que el israelí no transportaba armas ni drogas sino cocodrilos vivos, lo detuvieron para interrogarlo. Dice haber permanecido varios días como prisionero en el campamento de la Contra, hasta que el vicepresidente Rosenthal llegó en helicóptero a liberarlos. A él y a los cocodrilos. Poco después, por diferencias con el presidente Azcona Hoyo, Rosenthal renunció a la vicepresidencia.
En la entrevista con Haaretz, que concedió muchos años después, Kobi narró su versión del origen de la granja hondureña: “Rosenthal era un judío rumano que llegó a Honduras después de la Segunda Guerra Mundial y construyó un imperio. Su historia con los cocodrilos comienza con su hija, que estudió en Estados Unidos. Se enamoró de un chico allá. Para traerla de regreso, Rosenthal preguntó al novio de su hija qué quería y el joven americano dijo: ‘una granja de cocodrilos’”.
Hay algunos errores en la narración del Tarzán israelí. Todas las referencias biográficas de Jaime Rosenthal sostienen que nació en San Pedro Sula y no en Europa. El rumano era su padre, Yankel, que en 1929, con apenas 16 años, desembarcó en Honduras. Se casó con una salvadoreña, Esther Oliva, y poco después nació Jaime. Contrario a lo que declaró Kobi, la leyenda familiar sostiene que la pasión por los cocodrilos viene de eventos anteriores a que Patricia, la hija de Jaime Rosenthal, se fuera a la universidad en Estados Unidos y se enamorara. Antes incluso de que naciera el primer Rosenthal hondureño. Les viene del patriarca. El joven Yankel Rosenthal, el rumano, comenzó su vida americana cazando cocodrilos en los ríos hondureños. Esa fue su primera fuente de ingresos, el origen de la actividad económica de la familia. Si Los Cachiros comenzaron robando ganado, los Rosenthal comenzaron cazando cocodrilos.
Hasta hace un par de años, la granja estaba abierta a los visitantes, que podían recorrer una porción del predio de casi 30 hectáreas enclavado en una hacienda monumental para Honduras —750 hectáreas— con plantaciones de árboles de caoba y teca. En la granja también habitaban siete leones y una pequeña manada de monos, pero el negocio de la familia estaba en la cría de los lagartos para vender la carne y el cuero. Ni siquiera era un negocio próspero: la granja, cuya operación costaba un millón de dólares al año, perdió dinero siempre. Hace un par de años, Rosenthal contó a la revista Forbes que su intención era vender las pieles a grandes firmas de moda en el mundo: Gucci, Louis Vuitton, Cartier. Pocos meses después, el hombre más rico de Honduras era detenido.
Hoy se encuentra bajo prisión domiciliaria en San Pedro Sula, acusado por los tribunales hondureños de evasión fiscal y falsificación de documentos. El juicio le ha permitido hasta ahora evadir su extradición a Estados Unidos, donde fue acusado en 2015 de lavar dinero para Los Cachiros por medio de su banco Continental. Su hijo Yani y su sobrino, llamado Yankel, como el abuelo rumano, están acusados de los mismos delitos. Ambos se entregaron a las autoridades de Estados Unidos.
En una entrevista que concedió al medio estadounidense Insight Crime poco después de las acusaciones en su contra, Rosenthal reveló que hacía negocios con Los Cachiros desde que estos eran unos niños. Isidro Rivera, el patriarca, le vendía reses —las reses robadas— para su planta empacadora de carnes. A medida que los negocios de los Rivera crecieron, contó Rosenthal, su banco concedió varios préstamos a los hermanos. El millonario hondureño alega que desconocía que sus clientes se dedicaban al narcotráfico.
Que una familia que comenzó vendiendo dos o tres vacas se convirtiera en pocos años en una corporación propietaria de mineras, inmobiliarias y constructoras no hizo sonar ninguna alarma en Banco Continental antes de hacer la due dilligence de sus créditos. Con el tiempo, el banco de la familia Rosenthal pasó a manejar buena parte de las cuentas de los Rivera Maradiaga. La familia Rivera era tan buen cliente que el banco de Rosenthal autorizó incluso un préstamo para un negocio inusual: un zoológico en medio de la nada, en un valle a ocho kilómetros del pequeño poblado de Santa Cruz de Yojoa.
La caída de Los Cachiros escandalizó a Honduras no porque confirmó lo que muchos ya sabían —que el narcotráfico y el crimen organizado han permeado al sistema político, al económico, a las fuerzas armadas y a la policía—, sino porque hasta hace dos años era impensable que un hombre tan poderoso como Jaime Rosenthal pudiera ser detenido y sus propiedades incautadas.
Hay un refrán hondureño que dice que el narco llega hasta donde el gringo quiere. La suerte del magnate coleccionista de cocodrilos terminó cuando alguien en Washington decidió que la nueva prioridad norteamericana en Honduras era el combate al narcotráfico. Rosenthal fue una pieza más del dominó que ha ido cayendo empujado por la colaboración de Los Cachiros.
A finales de julio, Yani Rosenthal se declaró culpable de lavar dinero para Los Cachiros y quedó a la espera de su sentencia, que podría alcanzar hasta 10 años de prisión en Estados Unidos. En una de las audiencias, la Fiscalía explicó cómo funcionaba parte del esquema de lavado de dinero: una firma de la familia, asociada a Inversiones Continental, compraba ganado a Los Cachiros en subastas. Varios años después, los Rosenthal y los Rivera sólo habían sofisticado las operaciones financieras; pero su relación era en esencia la misma que iniciaron los padres: uno vendía las vacas, el otro las compraba.
El Estado hondureño incautó varias de las empresas del grupo Rosenthal y congeló sus cuentas bancarias. La cocodrilera Continental no entró en la lista y permaneció en manos del grupo familiar, sin acceso ya a sus propios recursos financieros. Eso tuvo impacto: para octubre de 2015, medio millar de empleados de la cocodrilera llevaban un mes sin cobrar sus salarios y 9,000 cocodrilos y siete leones llevaban el mismo tiempo sin sus alimentos. Los reptiles se convirtieron en noticia internacional cuando comenzaron a practicar el canibalismo. Entonces la cocodrilera del hombre más rico de Honduras comenzó a recibir donaciones para los animales. Los cocodrilos se alimentan desde entonces de entrañas de vaca y de pollo y de los pescados que mueren atorados en la represa de El Cajón.
6.
Fabio Lobo, el hijo del expresidente, intentó hacerse con la finca de animales de Los Cachiros. Envenenado por la adrenalina, quiso seguir jugando al narco cuando todo a su alrededor se había derrumbado. El presidente Obama ya había dicho públicamente que Los Cachiros eran el cartel más peligroso de América Central; el gobierno hondureño embargó varias de sus propiedades, entre ellas el zoológico, asegurándose la presencia de medios de comunicación. El país entero lo vio por televisión. Fue un escándalo público. Pero Lobo junior no entendió.
Cuando la Oficina de Adquisiciones y Bienes puso a licitación la administración de Joya Grande, a finales de 2013, Fabio Lobo presentó su oferta y presionó a funcionarios para ganar la concesión. Estuvo a punto de obtenerla, pero antes cayó en una trampa.
Los hermanos Rivera Maradiaga llegaron a un acuerdo secreto con la DEA para salvar algunas propiedades familiares y sacar a sus padres de Honduras a cambio de acciones coordinadas y testimonios judiciales que incriminasen a peces gordos.
Como parte de esta coordinación, en diciembre de 2013, cuando a Porfirio Lobo le quedaba apenas un mes en la presidencia y en Honduras especulaban en qué momento serían capturados Los Cachiros, Devis Leonel Rivera Maradiaga llamó por teléfono al hijo del presidente para decirle que, a pesar de las acusaciones públicas y los embargos a sus propiedades, debían seguir trabajando juntos. Según el expediente judicial, Rivera Maradiaga convocó al hijo del presidente a una reunión donde le ofreció asociarse para llevar a Honduras un “importante” cargamento de drogas desde Colombia. El destinatario, le dijo, era El Chapo Guzmán. Lobo junior aceptó brindar seguridad al envío sin saber que, a solicitud de la DEA, el cachiro grababa la conversación.
Algunas semanas después, ya con el nuevo gobierno presidido por Juan Orlando Hernández, el cachiro solicitó una nueva reunión a Fabio Lobo para revisar los detalles de seguridad del envío. El Chapo, le dijo, enviaba a un emisario para supervisar personalmente el operativo. Fabio Lobo se encontró con ambos, sin saber que el “emisario” era un agente encubierto de la DEA. Ofreció protección de oficiales del ejército y la Policía y convinieron el precio: un millón de dólares para él y entre 100,000 y 200,000 para cada oficial participante. El “emisario” le preguntó si aún contarían con ellos, a pesar de que su padre ya no era presidente de la República. Fabio Lobo le dio garantías.
A solicitud del agente encubierto hubo una tercera reunión, a la que Fabio Lobo llegó acompañado por varios jefes policiales que debían detallar el operativo de seguridad. La trampa funcionó. Según el expediente judicial, en aquella reunión de junio de 2014 los oficiales extendieron un mapa de Honduras e indicaron cada retén policial, y dibujaron una ruta segura para el transporte de la cocaína. Allí mismo, cada jefe policial aceptó 100,000 dólares en pago y otros 200,000 adicionales que emplearían en sobornar a subalternos y proveer seguridad armada al transporte de la cocaína durante su tránsito por Honduras.
La DEA tenía lo que quería. Fabio Lobo fue capturado en Haití en mayo de 2015 y fue trasladado a Estados Unidos, acusado de conspirar para traficar cocaína. Se declaró culpable. También fueron capturados seis oficiales de la Policía hondureña, presentes en la reunión de junio con el agente de la DEA. Todos permanecen detenidos y enfrentan un proceso judicial en Estados Unidos.
A principios de septiembre de este año, la jueza Lorna Schofield, del tribunal neoyorquino, se dirigió a Fabio Lobo: “Usted era el hijo del presidente de Honduras en funciones. Usted usó sus conexiones, facilitó un fuerte apoyo gubernamental a una organización de narcotráfico (…) Abusó de quien usted era para perpetrar este crimen”. Luego dictó la sentencia: el acusado deberá pasar 24 años en una prisión estadounidense.
Al padre del convicto, el expresidente Lobo, aún no lo han acusado, aunque Los Cachiros aseguren haberle pagado sobornos millonarios. Porfirio Lobo Sosa convocó a una conferencia de prensa inmediatamente después de las acusaciones y se declaró víctima de una venganza orquestada por los narcotraficantes. “Fue durante mi gobierno que se realizó la primera incautación de bienes contra esta banda criminal”, dijo. Eso fue en marzo de 2017. A partir de entonces, por recomendación de sus abogados, no volvió a hablar en público.
En julio pasado aceptó conversar en su despacho con la condición de no ser citado, salvo en las partes autorizadas por él. A pesar de las presiones a las que ha sido sometido, y con un hijo preso, el expresidente no ha perdido la sonrisa con que aparecía en sus mítines de campaña y en la mayoría de las fotos capturadas durante su administración. Algunas de esas imágenes, en las que está abrazado con su hijo Fabio y con Los Cachiros, desfilan por los tribunales de Nueva York.
Pepe, como llaman todos en Honduras al expresidente Porfirio Lobo, mantiene las maneras campechanas y directas de los políticos rurales; viste con jeans y una camisa manga larga, abierta por el pecho para mostrar una cadena de oro. Ahora su rostro parece un poco más arrugado por la edad y las ojeras evidencian que los últimos no han sido los meses más tranquilos de su vida.
Los Cachiros declararon a la Justicia de Estados Unidos que dieron cientos de miles de dólares para su campaña y otros tantos en coimas para evitar la extradición y conseguir contratos del Estado; que hacían negocios con Ramón Lobo, el octogenario diputado y cacique político de Colón, hermano del expresidente; y que tanto su hijo Fabio como su sobrino participaron en operaciones de narcotráfico.
Pero, de todas las acusaciones en su contra, Lobo apenas se declara culpable de no haber sido un padre ejemplar. Fabio, dice, es uno de 11 hijos que debía atender además de sus obligaciones como jefe de Estado. Uno al que veía una vez cada seis meses pero que, sospecha, utilizaba su nombre para ganar influencia.
La familia Lobo es gente del interior. De cuando en cuando, el expresidente vuelve al campo a trabajar con alguno de sus hijos en la finca familiar que mantienen en el departamento de Olancho, una provincia maderera y ganadera ubicada al noreste de Honduras, de la cual también son originarios tanto el ex presidente Manuel Zelaya como Isidro Rivera, el patriarca de Los Cachiros.
En los pueblos pequeños del interior no es difícil que un par de terceros conocidos pongan en confianza a los extraños. Eso fue lo que dio a entender con claridad Devis Leonel Rivera Maradiaga a las autoridades judiciales de Estados Unidos. Él, dijo, conoció a Fabio Lobo por medio de otro Lobo, Jorge, primo del acusado. Se reunieron porque Fabio ofreció contratos estatales a Los Cachiros a cambio de una “comisión” del 20 por ciento de cada acuerdo. Rivera Maradiaga no sólo no se mosqueó, sino que le informó que contaban con más de un millón de dólares para pagar coimas. Así comenzó la relación.
A partir de esas declaraciones, el Ministerio Público hondureño investigó licitaciones y contratos estatales vinculados con las empresas del cartel. Encontraron 22.
Dijo también Rivera Maradiaga sobre el cachorro Lobo:
—¿Los Cachiros controlaban una pista de aterrizaje en el departamento de Cortés?
—Sí.
—¿El acusado [Fabio Lobo] alguna vez les ayudó con un cargamento de cocaína que aterrizó en esa pista?
—Sí, señor.
(…)
—¿De dónde provenían las drogas?
—De Apure, Venezuela.
—¿Aproximadamente cuántos kilogramos les habían enviado?
—Aproximadamente entre 400 y 410 kilos.
—¿De qué clase de drogas estamos hablando?
—Cocaína.
(…)
—¿En algún punto usted y el acusado se encontraron con el vehículo que transportaba la droga?
—Sí, señor.
—¿Por qué quería que el acusado estuviera con usted en el vehículo mientras escoltaban al camión con la cocaína?
—Si había algún problema, yo me sentiría más seguro de que el acusado podía hablar con la policía (…) Si había algún problema él podría resolverlo.
(…)
—¿Cuánto estima que obtuvieron de ese cargamento de cocaína?
—Aproximadamente 20 por ciento.
—¿Y nos puede dar un estimado de cuánto dinero era el 20 por ciento de 400 kilogramos en ese momento?
—Aproximadamente entre 800,000 y un millón de dólares.
—¿Y cómo compensó al acusado?
—Le di una Mitsubishi Lancer gris, blindada; un rifle AR-15 y entre 20,000 y 30,000 dólares en efectivo.
Al hijo del presidente le gustó el juego. Pidió con frecuencia ir a las pistas de aterrizaje, incluida una ocasión en que recibirían un cargamento en una pista privada de Farallones, Colón. Según Rivera Maradiaga, esa pista era propiedad de Miguel Facussé, otro de los hombres ricos y poderosos de Honduras, muerto de muerte natural a mediados de esta década. Los Cachiros eran conscientes de que la presencia del hijo del presidente minimizaba riesgos. Fabio Lobo iba a todas partes acompañado por su escolta, asignada por el Estado Mayor Presidencial. Pero en un país en el que la DEA mantiene radares y equipos de operaciones antinarcóticos, aquel día del viaje a Farallones algo salió mal. El copiloto dejó encendido su GPS y un radar gringo detectó la aeronave.
Sin embargo, la Policía no encontró nada cuando interceptó el cargamento. Alguien del equipo policial notificó al cachiro y la cocaína se esfumó. Para proteger el alijo, Rivera Maradiaga recogió a Fabio Lobo en un hotel y ambos, con la seguridad militar y policial del hijo del presidente, custodiaron el cargamento hasta su destino.
Consulté al expresidente Lobo sobre la paradoja de que su hijo cayera por las actividades de la DEA en Honduras que él ayudó a extender. “[Los agentes de la DEA] no me daban detalles de sus operaciones. Nosotros no tenemos la capacidad de combatir el narcotráfico, por eso necesitamos de Estados Unidos. Es un poder muy grande”, respondió.
En Nueva York, Rivera Maradiaga aseguró también haber grabado una conversación con Tony Hernández, hermano del actual presidente hondureño, Juan Orlando Hernández. Según su testimonio, el hermano menor del presidente ofreció pagarle varios contratos pendientes con el Estado a cambio de comisiones. A falta de acceso a las grabaciones, Hernández ha negado tales reuniones, pero el presidente, su hermano mayor, dijo a la prensa que no lo defenderá si resulta vinculado con narcotraficantes. “Nadie está por encima de la ley”, dijo.
La preocupación de empresarios y políticos hondureños se debe a las potenciales consecuencias judiciales, no políticas, de las declaraciones de Los Cachiros. Hasta ahora, las revelaciones de los jefes del cartel no han afectado las perspectivas políticas ni siquiera de los hombres acusados de ser cercanos colaboradores. Rivera Maradiaga dijo, por ejemplo, que su organización entregó miles de dólares a los diputados Óscar y Fredy Nájera y al alcalde de Tocoa, Adán Funes. Los tres pertenecen a tres distintos partidos políticos —el Nacional, el Liberal y Libre— y los tres negaron los señalamientos del cachiro. Pocos días después, también los tres ganaron las elecciones internas de sus respectivos partidos, y comenzaron a buscar la reelección. También el presidente Juan Orlando Hernández.
7.
Dos hombres intentan amarrar una paca de hojas a un poste, a la altura de la cabeza de Big Boy. Son sus cuidadores personales. Su único trabajo es atender las necesidades de la estrella del zoológico de Los Cachiros.
“A veces El Señor venía con sus amigos”, dice una de las mujeres empleadas de Joya Grande mientras mira a los hombres trabajar a unos pasos. Pide que la llame simplemente Esperanza. “Venía en el helicóptero y se quedaba poco tiempo. Sólo a pasar la noche”. Esperanza es muy joven y ha trabajado aquí desde que tenía 16 años. Con “El Señor”, dice, solo habló un par de veces. “Nosotros sí sabíamos en qué andaba, pero una no se mete en eso. Una está bien aquí. No va a andar hablando. Si él estuviera aquí ya estaría todo pavimentado”.
Esperanza es de las pocas empleadas de Joya Grande que habla del zoológico en tiempos de Los Cachiros. La mayoría evade cualquier pregunta alusiva. Aunque varios hombres y mujeres recuerdan, sí, la traumática experiencia del 19 de septiembre de 2013, el día en que decenas de soldados y policías acordonaron las entradas al predio y evacuaron a los visitantes. Fue un operativo veloz y eficiente, pero la incautación de la propiedad sembró incertidumbre y temores. “No nos dijeron nada, y nosotros seguíamos trabajando como si nada. Aunque después no había visitantes, eso sí se notaba”, dice Esperanza.
La Oficina Administradora de Bienes Incautados —la OABI— de Honduras, responsable de la propiedad, decidió mantener al personal sin despedir a nadie. El zoológico permaneció abierto al público. “La gente dejó de venir y nos tocó levantar el zoológico de cero”, recuerda la veterinaria María Díaz.
Poco después, la OABI inició el proceso para concesionar el zoológico. Un director de la oficina, con bastante inteligencia práctica, sugirió a la veterinaria que participara en la licitación: nadie como ella podía manejar ese lugar repleto de animales salvajes. “Les hice una propuesta que les pareció muy bien”, dice Díaz, “y ya iba caminando para autorización cuando me dijeron que ya no podían dármelo, porque el hijo de Pepe Lobo lo quería”.
Pero Fabio Lobo ya había sido apresado por la DEA y las autoridades hondureñas finalmente otorgaron la concesión a la doctora Díaz. La OABI también incautó el hotel de Santa Cruz, incluido en el paquete de licitación junto con el zoológico. Hoy, cuando los administradores de Joya Grande ofrecen la opción de alojamiento en Santa Cruz por un mejor precio, abren Google para mostrar fotos del hospedaje. Las primeras que aparecen muestran a soldados encapuchados acordonando la propiedad.
A pesar de todos los vaivenes, en apenas dos años la doctora Díaz ha levantado el estatus de Joya Grande como centro de atracción de la zona. Algunos fines de semana reciben hasta 4 mil visitantes y las dos piscinas, la grande y la infantil, están llenas con familias que pasan aquí días memorables. Los niños se pasean frente a las jaulas de los animales, maravillados. Big Boy y los tigres son los más populares para las selfies o la práctica franciscana de hablar con los animales. En Joya Grande no parece haber niños tristes.
¿Cómo se le explica a un niño que esto tan bonito lo construyó un señor que ha confesado 78 homicidios? Díaz, la pragmática Daktari de Honduras, aventura una respuesta: “No tienen por qué saberlo. A nosotros sólo nos interesan los animales”.
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